Ahora la casa estaba vacía, pero Daniel podía recordarla repleta de objetos, alfombras, cuadros, armarios gigantescos que se inclinaban hacia él, amenazantes; cortinas que ondulaban susurrando nombres impronunciables por los dilatados pasillos. Miradas que le escudriñaban con recelo desde las ventanas de gigantescos rectángulos pintados sobre la pared, y que le hacían avergonzarse de ser tan pequeño. Por todas aquellas razones su madre le prohibió que subiera a la última planta, y había limitado sus juegos al parque de la fuente, abajo, en el jardín. Pero Daniel recordaba que allí su angustia y su desesperación no acababan; transitaba los pasajes entre los setos de petunias, los cedros y las madreselvas y de nuevo, se hallaba indefenso, extraviado, y lloraba acuclillado hasta que caía la tarde y su madre iba a rescatarlo, agazapado debajo de algún castaño, tiritando de miedo y confundido.
-Tienes que aprenderte el camino. –Le decía con el ceño fruncido mirándole de
reojo-. Algún día ésta será tu casa y tienes que conocerla como la palma de tu mano.
Así que, después de casi diez años, Daniel regresó; y respirando profundo traspasó el umbral de aquella puerta. Avanzó primero lentamente, tanteando entre los muros, reconoció de manera instintiva el camino a la que fue su habitación. Subió las escaleras a la primera planta, primero indeciso, luego con más resolución. Atravesó los entonces largos pasillos, abriendo todas las puertas. Ahora no le parecía que aquel pasillo fuera un camino infinito, tampoco las puertas de las habitaciones transportaban a otros mundos. Todas estaban abiertas y por las ventanas entraba la luz a raudales. Daniel suspiró. Decidido ya subió a la última planta, la que fue para él, cuando niño, un pasaje del terror. En el techo vio aquella cúpula de cristal, sobre la que entonces aparecieron miles de rostros burlescos y árboles encorvados que cimbreaban sus mortíferas garras con el viento nocturno. Ahora los cedros robustos señoreaban con sus copas rebosantes impregnando la estancia de una luz líquida y verde. Daniel suspiró. Aquella casa ya no le parecía tan aterradora. Destellos de luz ambarina y dorada colmaban cada rincón; por primera vez en su vida sintió que había entrado en su verdadero hogar.
Entonces, bajó por fin al jardín. Lo que más había temido acechaba escondido entre los setos de petunias y las elevadas ramas de cedros. Pero aquel jardín se abría ahora hacia él como un descubrimiento; un refugio de solaz y frescor, donde los árboles crecían en silencio, mientras los pájaros entonaban sus cánticos y el agua de la fuente chisporroteaba en gotas de arcoiris nutriendo las flores a su alrededor.
Entonces, Daniel se sentó al borde de la fuente y lloró, como cuando era niño. Pero ahora en su corazón, el temor se había desvanecido.